Anécdota
Una parte de la historia de mi vida, una invitación a dejar de fumar
Por Jorge Luis Montiel
Corría el año de
1990, impartía clases en algunos grupos de segundo y tercer grado de la
Preparatoria Guasave Diurna de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Todos los
días me trasladaba en camión a trabajar desde la Ciudad de Juan José Ríos a la
cabecera municipal. Eran los tiempos en que aún se permitía fumar dentro de los
camiones de pasajeros. El fumador sólo bajaba la ventanilla, si acaso tuviera
la ocurrencia de hacerlo, y se ponía a fumar. Nadie decía nada, lo mirábamos
normal, la suciedad llega a mirarse como “normal” en una sociedad cochina.
Bueno, pues yo era uno de esos fumadores. Fumaba donde se me pegaba la gana,
era tal mi adicción a la nicotina que
consumía al menos dos cajetillas de cigarros al día. No concebía dormir en la
obsesión de dejar de fumar. Acostado y fumando hasta que el cansancio me
doblegaba. Supe de casos de fumadores que con la colilla encendida quemaron los
tendidos de sus camas al quedarse dormidos con el cigarro en la boca. Yo, era
uno de esos. Igual en esos tiempos era normal observar a los docentes en el
aula fumando al impartir clases. Debo de confesarles que para mí no había mayor
placer que absorber enormes bocanadas de humo y exhalarlas, valiéndome madre quien
se encontrara a mi lado. Casi nadie se animaba a increpar al maldito fumador,
la tolerancia era tan aberrante que los que me rodeaban se tragaban mi humo,
eran fumadores pasivos y no lo sabían. Los fumadores vamos por la vida deseando
dejar de fumar. Sabemos, quizás no a ciencia cierta, del grave daño que le
hacemos a los pulmones, los tuyos y los ajenos. No hay fumador que no quiera dejar de fumar.
Bien, como les decía al principio, cada mañana salía a trabajar a dar clases a
la preparatoria en Guasave. En ese plantel conocí a un Psicólogo, Carlos
Amador, un tipo muy carismático que se encargaba de dar pláticas de superación
personal a los alumnos. Era tanta su fama de excelente “lava cocos” que,
incluso gente de fuera acudía a la escuela a solicitar sus servicios. Y así
sucedió la anécdota. Todas las mañanas así como amanecía fumando, me decía a mí
mismo: “Ya no voy a fumar”. En el extremo de mi ridiculez, agarraba la
cajetilla y la arrojaba lejos, claro, tan lejos donde yo pudiera volver a
alcanzarla. Pues sucedió que una mañana de esas que fumaba con placer y muchas
culpas, en el trayecto a mi trabajo me acorde de Carlos y reflexioné: “Voy a
ver a Carlos para que me ayude a dejar de fumar”. En el camino se me cruzaron muchas
alternativas cómodas, por ejemplo, me imaginé que Carlos me iba a decir: “Mira,
Montiel, este día de las dos cajetillas que te fumas, pues ahora sólo fúmate
una”. Y así me iba acomodando el subconsciente y me imaginaba que Carlos me
diría: “Montiel, te recomiendo que te compres unos chicles de nicotina que
venden en las farmacias o unas pastillas de dulce con sabor a tabaco para que
de esa forma vayas dejando de fumar”. Era tanta y tan fuerte mi autoterapia que
cuando llegue al plantel y al estar frente a la puerta del consultorio de
Carlos iba convencido de que el facultativo me consentiría para ayudarme y
sacarme lentamente, pero muy despacito de mi placentero vicio. ¡TOC! ¡TOC! … hicieron mis nudillos en la
puerta del consultorio, escuché una voz desde dentro que dijo ¡PASE!...al
entrar ahí estaba Carlos del otro lado de su escritorio con su postura psicoanalítica
muy convincente. Con una sonrisa y el apretón de manos me saludó. No hay que
olvidar que los dos éramos docentes del mismo plantel. “¿Qué se le ofrece
maestro?” Me dijo. “Siéntese por favor”, me pidió y procedí a sentarme con una
apestosa sonrisa llena de nicotina. Y le dije, “oye, Carlos, quiero que me
ayudes a dejar de fumar”. Se me quedó mirando y en silencio, escudriñando en mi
semblante cosas que sólo los psicólogos deben entender. Dijo, sentado en su
sillón del aquel lado del escritorio: “Muy bien Montiel, así que tú quieres que
te ayude a dejar de fumar”. “Si”, le dije como un idiota que no tiene otra cosa que decir.
Carlos, meneó la cabeza en sentido afirmativo y sin dejar de mirarme fijamente
se levantó de su sillón y caminó alrededor del escritorio hasta quedar detrás
de mí y, puso las dos manos sobre mis hombros y acercó su rostro a mi oído.
Estaba paralizado, no sabía que pensar, ni de fumar me acordaba. Pues bien, el
persuasivo profesional de la psicología, hijo de Sigmund Freud, me dijo con voz
engolada muy cerca de mi orejota: “MONTIEL, SI QUIERES DE VERDAD DEJAR DE
FUMAR, YA NO TE HAGAS PENDEJO SOLO”. Por educación no reaccione violentamente y
lo miré con ojos de nicótico embrutecido. Carlos sólo atinó a decirme, “la
consulta ha terminado” y me señaló la salida. La voz de aquel profesional de la
psicología aún logro escucharla y difícilmente voy a olvidarla. ¿Dejé de fumar al salir del consultorio? NO. Pero aprendí a
no andarme haciendo pendejo solo. En el mes de octubre de este año voy a
cumplir 15 años que dejé de fumar, otro fue el motivo que determinó que dejara
el vicio que acabó por aniquilar mi salud, soy asmático. La crisis de la falta
de oxígeno en los pulmones es, a veces, incapacitante. Quienes me miran
transitar por el pueblo ni se imaginan que yo, al igual que muchos, somos
rastrojos humanos de nuestros vicios. No quise dejar pasar la oportunidad este
31 de mayo de contarles mi historia de vida. Hoy vivo consciente del daño que
me ocasioné y el que hice a los demás al no respetar su derecho a respirar aire
limpio. No extraño al cigarro. Por último, decirles que si alguien quiere de
verdad dejar de fumar, como me dijo Carlos, “YA NO SE HAGAN PENDEJOS SOLOS”. #La300
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